Cuando abrí los ojos y vi aquel hermoso mundo comprendí que había
muerto. Me incorporé y empecé a caminar entre los árboles, que no
luchaban por los rayos de sol, pues una luz lo iluminaba todo de forma
celestial y daba a cada uno lo que le correspondía, ni más ni menos.
Pensé en buscarte en aquel lugar, mi amada, y paseé largo rato
hasta que la noche cayó, una noche rarísima, sin luna, pero el cielo
volvía a estar iluminado con una luz que nunca podría superar nuestro
gran satélite.
Entonces tuve sueño, y dormí.
A la mañana siguiente me puse a pensar y comprendí que tú no
podías estar allí, aún estabas viva. Decidí esperarte no muy lejos del
lugar donde aparecí.
Pasaron los años y nada cambiaba, la espera se me estaba haciendo
insufrible. En mis noches intentaba recordarte. Después del tiempo que
había pasado sin verte aún te recordaba perfectamente, incluso mejor que
si te hubiera visto aquel mismo día. Podía cerrar los ojos y verte,
fijarme en el más mínimo detalle de tu cuerpo… pero todo eran
recuerdos, deseaba tenerte a mi lado, besarte, abrazarte. Los días cada
vez se hacían más largos, pero seguían pasando.
Recuerdo que cuando despertaba en aquella época, corría al lugar
de donde surgí esperando encontrarte, pero siempre encontraba el mismo
escenario, inmutable, como si siempre que despertara mirase la misma
fotografía, una fotografía que causaba en mí el mayor dolor imaginable.
Me quedaba allí, todo el día, mientras mi esperanza se iba
regenerando pensando en que ya no te podía quedar mucho de vida. Deseaba
tu muerte, para que, por fin, vinieses a acompañarme a mí paraíso.
Pero con el tiempo empecé a desesperarme, mis lágrimas caían al
suelo matando de pena a todo lo que él sustentaba. Me negaba a creer que
no vendrías, que no compartirías conmigo mi paraíso. Ideaba teorías en
que el tiempo transcurría de diferente forma en los distintos mundos,
introducía diversas variantes que nada me explicaban, y seguía llorando,
llorando y matando la vida de aquel sitio.
Entonces, cuando sólo a ver desierto alcanzaban mis ojos, aquella
luz celestial cambió de color a un rojo ensangrentado, violento, y esta
visión se me clavó en el corazón y me hizo gritar, un grito que
expresaba dolor en estado puro. Ahora ya sabía que nunca vendrías, que
no me acompañarías en mi paraíso, o mejor dicho, infierno, en el que
había pasado tanto tiempo.
Y perdida ya la esperanza sólo me quedaba una cosa, llorar por la
eternidad.\