A los 84 años y después de una dura y triste vida, sentía q ésta se
le escapaba. Buscó en su presente tratando de encontrar vanamente algo
que la mantuviese con vida.
Su marido había muerto, por suerte, antes de propinarla la última
paliza que hubiese hecho que ahora estuviese escribiendo de él en vez de
ella. Le había dejado tres hijos que no había elegido tener y que, por
tanto, nunca quiso. Éstos la habían tratado siempre igual que él,
torturándola, haciendo que cada noche una lágrima se le escapase por la
cruel vida con que le había tocado cargar.
Por todo esto, aquella mañana decidió no levantarse de la cama, no
seguir luchando por esta vida que nada bueno le había aportado. Sentía
rabia. Ella, que nunca había hecho ningún mal, que ni siquiera se lo
había deseado a nadie, sólo quería haberse sentido querida en algún
momento, haber aprendido el significado de palabras como deseo, pasión,
amor, de las que sólo había oído hablar e incluso llegó a pensar que su
significado no existía.
Toda mirada que echaba atrás le punzaba el corazón. Su marido
seguía volviendo a perturbar sus sueños, sumando, cada noche, una más a
las innumerables violaciones a las que había sido sometida.
Sus hijos por fin se habían olvidado de ella, pero ya era
demasiado vieja como para comenzar de nuevo, aunque sólo fuese una
amistad, que antes, por cuidarles a ellos, no había podido empezar.
Se sentía triste y sola, ya no le importaba que nadie llorase su
muerte, quería acabar de una vez, no seguir tirando del lastre de los
recuerdos, nefastos recuerdos que ocupaban cada segundo de su
existencia.
Aquella mañana se dejó morir. Fue una muerte rápida, sin dolor,
como si el dios que tanto había maldecido se hubiese fijado en ella en
su último suspiro.
Y una vez muerta alcanzó la felicidad, pero su insensible
condición le negó esa sensación que nunca había sentido y que la vida no
la dejó experimentar. Aquel experimento fallido que siempre había
anhelado, y que en anhelo quedó por la eternidad.\