Estoy en un edificio cualquiera de una calle cualquiera en una
ciudad cualquiera. La oscuridad de la noche se cuela en esos recovecos
que las lámparas de la calle no son capaces de alcanzar, acompañando a
las pequeñas gotas de agua que caóticamente caen con furia y se
extienden sin pausa en aquellos huecos, en todos los huecos, llegando a
una de las ventanas de aquel edificio, acumulándose en ella en gotas
cada vez más grandes y arrastrándose, por fin, hasta abandonarla, yendo
a caer sobre cualquier otro lugar. El lento devenir de estas gotas sobre
la ventana va dibujando una silueta en el interior: un hombre sentado
tan sólo iluminado por una tenue luz que se expande desde un lugar
cercano a sus manos, creando las formas de su cuerpo, de la mesa y un
folio que hay sobre ella, y va perdiendo intensidad dejando en la
penumbra el resto de la habitación.
Atravieso el cristal.
Me encuentro a mi mismo y comienzo a escribir. Mientras, las musas
invisibles me rodean y me encojo sobre el folio tratando de transcribir
lo que aquellas hacen llegar a mi mente de forma lenta e imprecisa. La
lámpara sobre mi mesa me deja ver tan sólo el blanco del papel ensuciado
por estas pocas líneas. Las manos me tiemblan, pero aún así sigo
esbozando estas primeras palabras dudosas que llevarán a la muerte a
aquel quien las escribe…
Hacía tiempo que no escribía, dejaba pasar mi sueño de escritor
arrastrando desidiosamente mi mente día tras día, sin emociones ni
sentimientos que poder vaciar en un papel, harto de buscar
reconocimiento a algo que hacía poco y mal, y sin encontarlo más que en
muy pocas personas allegadas que debían dármelo para obligarme a seguir.
Era algo de apoyo, pero insuficiente. Pequeños soplos de aire que nada
podían al enfrentarse con el vendaval que surgía en dirección contraria,
enfrente mía, y amenazaba con hacerme caer de nuevo, esta vez
definitivamente. Parecía algo inevitable, y así lo era según se puede
apreciar en estas líneas, pero luché por mi sueño y decidí enfrentarme
de nuevo al papel en blanco.
Fue entonces cuando se empezó a formar mi siguiente personaje, ese
que ocuparía mi nuevo cuento. Siempre me gustó la idea del escritor
frustrado, aquel que, como yo, lucha por conseguir su sueño de serlo;
aquel que, como yo, tiene dudas acerca de lo que hace; aquel que, como
yo, no consigue el apoyo suficiente, sólo pequeños aplausos apagados por
el sonido de la indiferencia que finalmente es la que perdura; aquel que
pierde su sueño olvidándolo en el pasar de los días que no vuelven a
traer cuentos ni escritos a su vida… Sí, ese nuevo personaje soy yo
mismo, el que escribe estas penosas líneas. El que escribe no sólo sus
sentimientos transformados en pequeños cuentos, sino sus propias
vivencias en este preciso instante.
Bien, logré un personaje, alguien que centrase los sucesos de la
historia que iba a ser contada, historia que empezaba a tomar forma
rápidamente en mi mente sin que yo pudiese evitarlo. Fue creciendo mi
tristeza cuando me dí cuenta de el único desenlace posible para lo que
deseaba contar. Fiel a mis principios, la pérdida de los sueños, única
razón por la que se debe vivir; sólo podía significar el fin de la vida
de mi personaje en el cuento, lo que conllevaría mi fin al fin del estas
líneas. Está claro que vivir sin haber escrito sería un sin sentido pues
mi existencia toma forma en estas mismas palabras que estás leyendo. Mi
principio y mi fin van de la mano y empiezan y acaban en este mismo
relato. La historia que os cuento es triste, sí, pero es mi historia, no
podría haber sido de otra forma.
Según avanzo me cuesta cada vez más concentrarme en lo que escribo.
Cuesta despenderse de la creación de uno mismo. Algo a lo que has dado
forma, a lo que, de alguna manera, has dado vida; y esta está en tu mano
esperando su fin. Trago saliva, pues en esta vez no sólo me desahogo de
pequeñas partes de mi, sino de mi mismo, en toda mi totalidad. Mi ego se
siente confuso, pleno por haber empezado a cumplir el sueño por el que
siempre ha querido luchar, pero triste por lo que acarrea haberlo hecho.
Según trascurren las palabras, noto como se acerca el momento sin poder
ni querer evitarlo, pero extendiéndolo lo máximo posible. Disfrutando de
las dulces sensaciones que me proporcionan construcciones gramaticales
que voy creando, arrastrando mi mano hasta el final de la nueva frase
que es transmitida por mi mente sin apenas pensarlo, respirando cada vez
que añado una nueva coma, cerrando los ojos cuando llego finalmente al
punto. Largo suspiro.
Siento una agradable sensación que paga con creces el fin
predestinado que me espera, experimentando la dulce felicidad y
olvidando por un momento la agriedad de la situación. Aspiro el humo del
cigarro que me acompaña mientras pienso en las palabras que me llevarán
a la tumba. Y me siento tranquilo, pues es lo mejor que he hecho en la
vida que he creado alrededor de ellas. Palabras… antecedente que me
acerca más al final en un intento de no repetición en la que acabo
cayendo. Repetición.
Queda lejos aquel principio en el que anunciaba el fin, fin que aún
no tiene forma, en un intento de evitarlo y aumentar el disfrute de,
estos, mis últimos momentos. Quizá inconscientemente, y sintiendo un
deja-vu en este mismo instante, si que le dí una forma que ahora olvido
adrede alargando unas cuantas frases más mi escritura, que cada vez se
hace más lenta.
Me doy cuenta que tal y como introduzco la acción, lo mismo me
puede servir para salir de ella, dotando a todo de cierta simetría que
me encerrará para siempre en estas líneas, donde mi inicio, mi fracaso,
mi disfrute y mi fin, volverán a repetirse siempre que alguien lo lea.
Las manos dejan de temblarme, mientras, la lámpara sobre mi mesa me
deja ver tan sólo el blanco del papel ensuciado por bastantes más líneas
que la anterior vez. Las musas me dejan de susurrar y me estiro sobre mi
asiento mientras ellas comienzan a irse. Echo un último vistazo al
exterior, y escribo las últimas palabras…
Estoy en un edificio cualquiera de una calle cualquiera en una
ciudad cualquiera. La oscuridad de la noche se cuela en esos recovecos
que las lámparas de la calle no son capaces de alcanzar, acompañando a
las pequeñas gotas de agua que caóticamente caen con furia y se
extienden sin pausa en aquellos huecos, en todos los huecos, llegando a
una de las ventanas de aquel edificio, acumulándose en ella en gotas
cada vez más grandes y arrastrándose, por fin, hasta abandonarla, yendo
a caer sobre cualquier otro lugar. El lento devenir de estas gotas sobre
la ventana van borrando una silueta en el interior: un hombre sentado
tan sólo iluminado por una tenue luz que se contrae hasta un lugar
cercano a sus manos, eliminando las formas de su cuerpo, de la mesa y un
folio que hay sobre ella, y va perdiendo intensidad dejando en la
penumbra el resto de la habitación.
Atravieso el cristal.
