El laberinto


    Era un hombre a una silla de ruedas pegado, si es que se puede llamar hombre a un chaval de diecinueve años. No siempre fue así, a los trece años, cuando todos sus sueños de que algo grande le esperaba, de que viajaría a un sinfín de lugares, estaban aún sin revelar, llegó a una de las carreteras que salían de Necrópolis. Se quedó allí, mirándola durante un largo periodo de tiempo, y empezó a comprender, todo lo que la mente de un niño puede hacerlo, que había algo mas allá. Entonces se acercó hasta el bordillo y dio un paso.
    Su pie se posó sobre la carretera y sintió ganas de seguir andando por ella. Así lo hizo.

    Fue atropellado

    Sólo oyó el frenazo, cuando giró la cabeza pudo ver, por un instante, la oscura figura del conductor con la mirada fija en él y lo que le pareció una leve sonrisa, aunque nunca creyó que lo fuera y siempre lo tomó como una macabra broma de su subconsciente, que transformaba a ese hombre en el malvado demonio que había destruido su vida y que volvía a destruirla en las numerosas pesadillas que tenía.
   Al salir del hospital tenía una cadera rota por tantas partes que nunca mas podría andar en la vida, un diagnóstico que lo ataba a una silla de ruedas para todo, excepto para dormir y atender sus necesidades fisiológicas.

    Hacía tiempo que había descubierto que las barreras de Necrópolis le impedirían salir de la ciudad. Un chico nacido en una familia pobre, que tenía el dinero justo para malvivir en un piso de 70 m2, nunca podría permitirse ningún medio de transporte que le sacase de allí, y menos cuando una gran parte de los sueldos y subvenciones se iban en medicinas que reducían un poco su dolor físico y en instrumentos para hacer mas fácil su vida en aquel laberinto sin salida que era Necrópolis.
   El accidente rompió a su familia. Su madre tuvo que ponerse a trabajar, pues los gastos les superaban, así que sólo la veía por las noches, y en momentos que no eran los mas propicios, pues a élla le gustaba disfrutarlos discutiendo con su marido sobre como iban a administrar el dinero de ese mes. Aquel fue el primer indicio de la soledad que le iba a acompañar, junto con su silla de ruedas, el resto de su vida.

    Al principio la relación con sus amigos del colegio no fue mal. Muchos hablaban con él, le mostraban su pena, se apiadaban, y se iban a jugar al fútbol mientras él miraba desde detrás de la valla. Así podría haber seguido, de hecho lo hizo durante dos años, y no hubiese sido tan malo.
   Pero lo malo de los chicos de quince años es que si les das una bomba alguno encenderá la mecha, y él era una bomba en el momento en el que se escapó la primera colleja y estalló en su interior aquella rabia, que dejó paso a la impotencia, como no podía ser de otra manera, y ésta al llanto, que en vez de apagar el fuego lo avivó aun mas, creciendo sus llamas en forma de risas que lo rodearon por todas partes.
    Aquello marcó una nueva etapa en su vida, una etapa que no le gustaba recordar, mas aunque quisiera, fueron tantas la cantidad de vejaciones, que difícilmente hubiera podido recordarlas todas. Su cerebro había logrado esquematizar esos dos años para que nos los olvidase nunca del todo. Recordaba que la siguiente vez le golpearon tres manos en vez de una, que, mas adelante, los golpes hicieron que cayera al suelo, que, cuando había aprendido, a la fuerza, a volver a subirse a la silla, le empezaron a dar patadas. Y recordaba, sobretodo, como, cada vez, el volumen de las risas iba subiendo.
    Entonces llegó el momento en el que eso dejó de hacer gracia y todo fue disminuyendo de nuevo al mismo ritmo que había crecido. Le trasladaron a una clase especial, pues los profesores no encontraban ninguna solución a aquel problema y todos dejaron de prestarle atención.

    Llegó la soledad.

    Su último año de instituto, entre diecisiete y dieciocho años, lo pasó empujando la silla por todos los rincones de la ciudad a los que ésta le dejaba acceder. Ésto le permitía no pensar en nada mas que en el obstáculo siguiente y apartar de su cabeza los tristes recuerdos del pasado y las falsas esperanzas en un futuro mejor.
    Dejó de ir a clase y desconectaba los teléfonos de su casa cada día, para que sus padres no se enterasen. Así pudo dedicarse por completo a las vueltas por aquel laberinto que era Necrópolis, a aquella liberación de la mente que suponían los nuevos obstáculos, a aquellos problemas casi imposibles que siempre lograba superar, aunque eso no le reportase ninguna satisfacción, pues sabía que en el laberinto donde se encontraba no había ninguna salida.
    Se acercaba el final del juego. A sus diecinueve años ya había recorrido toda la ciudad, no quedaban nuevos obstáculos que salvar y los recuerdos tenían la fuerza suficiente de nuevo como para volver a atormentarle. Su lucha fue dura, pero uno de aquellos pedazos de su pasado consiguió colarse en su presente por un instante. Entonces comprendió.

    Sí había una salida.

    Nunca había ido tan rápido con la silla. De todas formas se conocía todos los obstáculos y la manera de franquearlos por lo que llegó rápidamente a su objetivo.
   Allí estaba de nuevo, nada había cambiado, se quedó mirando durante un largo periodo de tiempo, justo igual que la primera vez, y volvió a comprender que había algo mas allá de Necrópolis, y que allí a donde se disponía a ir no podía llevar la silla de ruedas. Agarró con fuerza los reposabrazos y se puso en pié. Todo el cuerpo le tembló. Estuvo apunto de caerse, pero no lo hizo. Estaba de nuevo allí, junto al bordillo, la silla se alejó de él rodando hasta el medio de la carretera, pero eso ya no le importaba, haciendo un gran esfuerzo dio un paso.
    Su pie se posó sobre la carretera y sintió ganas de seguir andando por ella. Así lo hizo.

    Entonces oyó de nuevo aquel frenazo y por un instante vio al conductor con la mirada fija en él. Estaba sonriendo.

    Se estampó contra el suelo, cerca de donde había ido a parar la silla. El conductor se bajó del coche y se movió con paso tranquilo. Fue donde estaba la silla y se la acercó aún mas. Entonces le habló:
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