Ani y el llanto de las sombras


A Sophia, por proponerme este juego
en el desierto. Espero que entre tanta
lágrima haya hueco para la sonrisa que
te prometí.

     Dicen que el desierto se formó con las lágrimas de los niños. Cada niño, cuando lloraba, dejaba caer de sus ojos pequeños granitos de arena que después de varios años habían formado aquellas grandes dunas que todo lo envolvían, ese paisaje que no se parecía en nada a lo que ellos recordaban como hogar. Kilómetros y kilómetros de arena que se extendían hasta el final del mundo que ellos conocían, que les atrapaba en la pequeña aldea en la que vivían.
 
     Anul-al ed Amirgal era una pequeña planicie donde habían crecido varias casas de adobe cuadradas, casas del mismo color de la arena, que no seguían ningún patrón urbanístico y se apelotonaban unas junto a otras, dejando pequeños e intrincados caminos entre ellas por donde era agradable pasear huyendo del sol. Todos estos estrechos y oscuros pasillos iban a dar al centro del pueblo, una gran plaza teñida del mismo marrón claro del resto del paisaje. Un montón de tierra batida y muy prensada, de forma rectangular, en donde sobresalía al fondo un gran edificio pintado de blanco, con una escalinata de cinco grandes peldaños que conducía a un pórtico… Ya nadie recordaba las guirnaldas verdes y rojas que lo adornaban, los largos estandartes coloreados que colgaban de su alto segundo piso. Sólo quedaban pequeños restos, trapos que el tiempo había transformado en negros. La piel blanca del edificio se descorchaba y dejaba ver su triste rostro marrón claro. La gente, negras sombras, se reunía en su pórtico de entrada, cabizbajos. Hacía mucho que ninguna madre se reunía allí para hablar con sus amigas mientras podían vigilar a los niños que jugueteaban en la plaza. Hacía tiempo que los hombres no sacaban sus tableros y echaban una partida… que la Luna no espiaba el primer beso a escondidas de una pareja de enamorados.
 
     Una fuente, situada en uno de los lados de la plaza, surtía de agua al pueblo. Era el único adorno que aún quedaba. Justo enfrente del edificio, salía de la plaza la calle principal de ed Amirgal. Tenía unos siete u ocho metros de ancho y se abría camino entre las casas que, ahora sí, estaban perfectamente alineadas en torno a ella. Toldos sueltos recordaban un pasado colorido, y carteles de diferentes materiales colgaban como quejándose, cargados de arena que el viento que los mecía había traído y que nadie se encargaba de retirar. Los balcones hacía tiempo que habían cerrado sus ventanas, escapando del sol que los golpeaba con justicia.
 
     La calle principal salía de la aldea sin pena ni gloria y se perdía de vista en el desierto. De allí solían venir los carros que traían la comida el día de mercado. Antiguamente se veía aparecer todos los viernes una gran hilera de carros con sus lonas de colores, con su alegre traqueteo, con sus camellos balanceándose… ahora sólo un pequeño carro surtía a aquel pequeño pueblo, que desaparecía engullido por las arenas del desierto.
 
     Aihpos seguía regresando a Anul-al todos los viernes, a pesar de que sus compañeros no hacían más que desaconsejarlo. Traía su camello, su carro envuelto de una colorida lona verde, donde se podía leer en grandes letras blancas: “Ahipos, frutas y verduras”. Realmente traía todo tipo de alimentos que compraba a sus compañeros y luego revendía en la aldea. Era un día perdido, pues habiendo comprado todos esos alimentos a precio de mercado, tenía que prescindir de sus beneficios para que alguien en el pueblo pudiese comprarle algo. Aunque seguía regateando con las personas del pueblo en cada venta, muchas veces perdía dinero, ¡y eso que se contaba que era el mejor regateador que había! Siempre salía de allí con déficit, pero con la cara de que había hecho un gran negocio, con una amplia sonrisa en su rostro, sonrisa que nunca perdía.
 
     Ani estaba sentada, como cada viernes, en un borde del camino, a la sombra de una palmera, esperando a que viniese Ahipos. Tenía 9 años y era la única niña del pueblo, un desliz de una de las pocas parejas de jóvenes que quedaban en ed Amirgal. Todos les habían reprendido por ello, pero tuvieron que aceptarlo. Cuando la niña nació, se pusieron de acuerdo para que ningún grano de arena cayese de sus ojos. Todos sin excepción deberían sonreirla, fingir que eran felices, que todo era normal en esa aldea que se moría. Al ver que iba a romper a llorar, quien estuviese cerca, empezaba a hacer cualquier cosa para evitarlo. Ella seguía creciendo en ese mundo imaginario, pero empezaba a darse cuenta de que algo iba mal allí. Por eso le gustaba Aihpos, su sonrisa era distinta a la de los demás, no era su boca, sino sus ojos los que reían cuando hablaba con ella. Aún no entendía del todo lo que pasaba, pero le gustaba estar con él. Esperaba con impaciencia a que llegase el viernes por la mañana para ir a recibirle a la calle que salía del pueblo.
 
     Al oír el traqueteo, con sus objetos de metal y cajas chocando, con el sonido chirriante de las ruedas, Ani se levantó corriendo y fue a toda velocidad en sentido contrario al pueblo, hasta que vio el carro, el que ,como siempre, iba de un lado para otro sin caerse nunca, desafiando todas las leyes de la gravedad. Ani se paró a unos cinco metros de Aihpos, que iba sujetando las riendas del camello. Se puso muy seria, tanto como le permitió su cara de felicidad:
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